Feria del libro

SOBRE LA NO OBLIGATORIEDAD DE LA LITERATURA

                                                    Coradino Vega

Hasta hace unos días, había pensado empezar esta charla diciendo que la vida se está poniendo de una forma en la que hablar de literatura es raro. Algo que algunos incluso pueden considerar un poco friki. Pero anteayer, en la manifestación de Valencia que lamentablemente se ha hecho famosa por su desproporcionada represión en vez de por los motivos de la protesta, vi que los alumnos de secundaria llevaban libros en las manos y que gritaban: “¡Estas son nuestras armas!”. Tras darle muchas vueltas, yo iba a deciros hoy aquí que la literatura no sirve para nada. Sin embargo, esos jóvenes me estaban llevando la contraria. Me decían que los libros tienen una utilidad. ¿Pero cómo un libro puede ser un arma? ¿Y un arma para qué? En contra de la imagen del adolescente vago, medio alcohólico y semianalfabeto que no hace mucho verbalizó uno de los descendientes de la Casa de Alba, esos chicos defendían su propia educación. “Leer es educarse”, parecían decir. O lo que es lo mismo, la única manera de emanciparse que tienen todos aquellos que no se apellidan Fitz-James y Martínez de Irujo. ¿Alguien sabe lo que significa “emanciparse”? No independizarse de la casa de los padres, que en cierto modo también, sino salir de la estrechez a la que parece condenarte tu origen social y económico y aspirar a una vida más amplia. Más rica. Más intensamente vívida. Abrirte la cabeza en un sentido metafórico. Luego volveremos sobre esto.     
¿Cómo puede competir hoy el acto de leer con el atrayente e inmediato poder del cine, los videojuegos, los móviles última generación o las excitantes posibilidades de una noche de sábado? Más aún, ¿qué es la literatura? ¿Por qué los críticos y los profesores aconsejan la lectura de libros aburridísimos y de los que más nos pueden gustar dicen sin embargo que no son buenos? Había una vez dos peces jóvenes nadando y entonces se encontraron con un pez más viejo que venía en sentido contrario y éste les saludó diciendo: “Buenos días, chicos. ¿Cómo está el agua?”. Los dos peces jóvenes siguieron su camino sorprendidos y, al cabo de un rato, uno de ellos le preguntó al otro: “¿Pero qué demonios es el agua?”. A lo mejor, vosotros me veis a mí como ese pez viejo, supuestamente sabio, que os va a hablar de literatura como si fuera el agua. No es mi intención. Yo también fui un pez joven y aún me sigo preguntando, sin haber llegado a ninguna conclusión irrefutable, qué demonios es el agua o, para lo que viene al caso, la literatura o incluso la vida misma. El agua es la vida. Y toda vida puede ser convertida en literatura.
Cuando yo tenía vuestra edad, en mi casa había pocos libros. A mi padre le gustaba mucho el cine de acción, y a veces se compraba novelas que se habían convertido en películas. Eran libros de esos que hoy los críticos y los profesores dicen que no son buena literatura. Recuerdo que los dos primeros libros de adultos que leí fueron Papillon, que iba de un preso que se fugaba de una cárcel rodeada de agua, y El negociador, que era una novela de espías. A mí me aburría lo que se supone que tiene que hacer un adolescente para divertirse, es decir, estar todo el día en la calle, fumar hasta toser mucho y pillarse unas cogorzas del quince los fines de semana. Además, era demasiado tímido para ligar. Cuando los viernes por la noche venía mi amigo Mario superarreglado para que saliéramos de marcha, muchas veces, me encontraba en batín y se iba desolado y mirándome como si fuera un escarabajo. No estoy precisamente orgulloso de eso, aunque tampoco me arrepiento. Cada uno es como es. Lo importante es ser uno mismo. Luego descubrí que en los bares también se aprende mucho e incluso aprendí a ligar. Lo único que pasaba era que a mí me divertía más quedarme en casa viendo cine o leyendo libros que hacer botellón en una helada noche de febrero. Fue la época en la que mi madre le compró a un vendedor ambulante una colección de libros muy elegantes, marrones y con las letras doradas, con la que regalaban un mueblecito muy mono para poner debajo del televisor. La pobre lo hizo por estética, y sin saber en absoluto que aquella decisión cambiaría —aún duda si para bien o para mal— la vida de su primogénito. Porque mis hermanos no le echaron mucha cuenta a aquel mueblecito de debajo del televisor, pero a mí me dio para tenerme la mar de entretenido los dos o tres años siguientes. Recuerdo los lomos de aquella colección de Clásicos de la literatura universal del siglo XX y cómo me atraían títulos como Al este del Edén, El doctor Zhivago, El proceso, Crónica de una muerte anunciada, La ciudad y los perros, Otra vuelta de tuerca, El conformista, Mientras agonizo, La peste, Dublineses, Carpe diem, El gatopardo, La muerte en Venecia, El americano impasible, El espía que surgió del frío, Las tribulaciones del estudiante Törless. Aquellos títulos me llamaban, me hipnotizaban, y a veces cogía una de esas novelas y empezaba y no me enteraba de nada y o seguía leyendo porque simplemente sonaba bien o la dejaba para coger otra porque había más de cien títulos y siempre había alguno que me gustara. Aquello me divertía y me hacía libre, o sea, me emancipaba. Pero ¿en qué sentido me hacía libre y me emancipaba? Pues en el sentido de elegir el libro que me viniera en gana sin que nadie me dijera “ése no, aquél” ni cómo debía vestirme para leerlo ni dónde lo tenía que leer ni cómo tenía que sentirme ni por qué no hacía lo que se supone que todos tenemos que hacer para ser aceptados por los otros (a mí casi todas las actividades en grupo en las que se te dice lo que tienes que hacer me provocan una mezcla de vergüenza y rebeldía insoportables). A lo mucho, mi madre me comentaba de vez en cuando: “Te vas a quedar ciego” (y he aquí que no andaba del todo equivocada) o, si me pasaba demasiado tiempo encerrado, “Como sigas leyendo así te volverás loco”. ¿Por qué mis hermanos no y yo sí? ¿Por qué empecé a leer y pronto pasó a convertirse en una necesidad como dormir, respirar o comer? Pues no lo sé. Eso para mí sigue siendo un misterio.
Yo era también un consumidor compulsivo de periódicos. A veces un relato escrupulosamente real de los hechos —un reportaje periodístico sobre el derretimiento de los glaciares o un libro de historia sobre la Revolución Francesa— resulta más apasionante que la ficción narrativa. ¿De dónde surge el hábito humano de contar historias y, sobre todo, de inventarlas? La épica griega nace como una forma de periodismo. Los juglares medievales iban contando lo que les pasaba a los héroes y, poco a poco, iban tergiversando los hechos para hacerlos más interesantes. Para mí, el embobamiento con el que se escuchaban esas historias guarda cierto paralelismo con la ilusión del niño pequeño al que le cuentan un cuento antes de dormir, la misma que, si el adulto se interrumpe por lo que sea, le hace saltar de un grito: “¡Y qué pasó más!”. Ahí está, creo yo, el origen de que nos cuenten historias. De la necesidad de saber más. Y ese saber no sólo está en los libros. Está en los periódicos, en los relatos orales (a veces se aprende más de la vida en la calle que en una biblioteca), pero sobre todo está en la literatura.
¿Pero por qué tenemos que leer libros? La pregunta, en mi opinión, no debería ser “¿Por qué es bueno leer?”, una pregunta que suena como si a continuación te fueran a echar un sermón, porque leer no es imprescindible para sobrevivir y ni siquiera para ser felices. La pregunta es “¿Por qué leemos?”. Y yo no creo que se lea para ser más cultos, ni para aprender lecciones morales, ni para ser más inteligentes o mejores personas. No está científicamente comprobado que los lectores sean mejores personas ni más inteligentes que los que no leen. Más aún, puedo aseguraros que muchos escritores no son para nada buenas personas. Si a mí me preguntaran por qué leemos, lo primero que se me pasa por la cabeza es: 1) por diversión, 2) por necesidad y 3) porque haciéndolo me siento libre. Y si a continuación me preguntaran por qué escribo, mi respuesta sin vacilar sería “porque leo mucho” y, por tanto, por diversión, por necesidad y porque haciéndolo me siento libre.
En realidad, mi madre llevaba razón: la lectura no tiene ninguna utilidad práctica. Leyendo no se gana dinero. Es una pasión inútil. Pero al menos es una pasión. Y eso puede justificar de por sí una existencia. Sin las cosas que nos gusta mucho hacer, la vida no merecería la pena. Pero a veces, cuando se lee mucho y la lectura se convierte en una necesidad, a uno le nace el impulso de coger un bolígrafo y escribir eso que tanto le gusta leer en los libros. Porque la fuerza evocadora que tiene la lectura —esa que hace que nos traslademos a los Mares del Sur sin levantarnos del sofá, o enamorarse de una Maga en París, o visitar el planeta Marte de la mano de Ray Bradbury— convierte también la realidad en algo incompleto, aburrido e insatisfactorio, y si lo vemos así, surge la necesidad de completar ese mundo insuficiente por medio de la escritura, de poner en orden los sentimientos y las ideas que muchas veces se nos agolpan en el cerebro o en el pecho, y de darle forma al caos del sinsentido en el que creemos —quizás falsamente— que se ha convertido nuestra vida, o simplemente de reproducirlo. El escritor que cree que el arte sólo puede brotar de la angustia comparte con el adolescente la dramática tendencia a considerar dramático un mundo que no tiene por qué ser dramático necesariamente.  
Yo no recuerdo cuándo sentí la llamada de esa necesidad —“vocación” lo llaman los orientadores pedagógicos y los religiosos—, pero debió de ser más o menos con vuestra edad. Como al adolescente enamorado que se le quitan las ganas de comer, y suspira mirando el infinito, y siente que tiene que hacer algo para reaccionar, me puse un día a imitar al escritor que más me llegaba al alma, el responsable de que al final yo también acabara queriendo ser novelista, al autor de una novela titulada El jinete polaco que parecía que había sido escrita sólo para mí: Antonio Muñoz Molina. Escribir tenía por tanto una dimensión imitativa y una dimensión íntima: escribir como Muñoz Molina, escribir sobre lo que a mí me pasaba dentro.
De esa autoexploración, de ese preguntarse constantemente por qué, de esa necesidad, saldría con los años El hijo del futbolista. En esta novelita, cumplidos los treinta años, sentí la obligación de volver a cuando yo tenía vuestra edad, al último curso de instituto, al verano de la Selectividad cuando uno se plantea qué quiere hacer con su vida adulta: ir a la universidad, trabajar o sentarse bajo una parra a rascarse el ombligo. Y tratando de descubrir por qué acabé matriculándome en una carrera que ni me gustaba ni me sirvió de nada, me di cuenta de que, al mismo tiempo, no sólo me iba conociendo un poco mejor a mí mismo, sino que también comprendía mejor a mis padres, a mis abuelos, a la que fue mi primera novia, e incluso al pueblo donde nací y que había sido explotado por los ingleses hacía mucho y en el que casi todo el mundo parecía contento con ese pasado. Las cosas más fáciles de ver son a veces las más difíciles. Y, muchas veces, la ficción aclara mucho más la verdad que los hechos reales. Convirtiendo a mi abuelo en un personaje de ficción comprendí por qué defendía la colonización de la mina por parte de los ingleses. Convirtiendo a mi exnovia en personaje de ficción comprendí que no sólo ella tuvo la culpa de que rompiéramos. Convirtiendo a mis padres en personajes de ficción comprendí lo complicado que resulta ser padre y lo sencillo que resulta equivocarse. Y al final, lo que en un principio empezó por ser una novela vengativa, como de ajuste de cuentas con mi entorno más cercano, acabó convirtiéndose en una declaración de amor. Porque la literatura, entre otras muchas cosas, es una forma de declarar amor tanto a las personas como a la vida. Con la literatura aprendemos a comprender, a descifrar los sentimientos que nos parecen confusos y complicados, y si esa literatura es buena literatura sentimos una especie de revelación, una verdad, a la que no llegan ni la religión, ni la ciencia, ni la política, ni la filosofía: la de que nuestra existencia es un misterio insondable, uno maravilloso, repleto de cosas estupendas y cosas terribles, frente al que únicamente podemos encogernos de hombros y experimentar su riqueza y diversidad.
Pero las novelas no sólo explican el mundo interior, como suele hacer la poesía. También nos cuentan cómo es el mundo externo, real o imaginario. Es una de las mejores formas de empatía. Leer para vivir la vida de los otros. “Mirar lo que se tiene delante de los ojos requiere un esfuerzo constante”, dijo un escritor que a mí me gusta mucho, George Orwell. Quien sólo se mira a sí mismo es un narcisista egocéntrico. La literatura nos dice cómo es la vida de los demás. Cómo son los lugares que quizás nunca visitaremos. Qué pasó hace un siglo en un sitio en el que parece que nunca sucedió nada. Desde la soledad de un escritorio apartado, cientos de escritores nos han contado cómo es el mundo, la belleza de sus paisajes, y la maldad y bondad que puebla la tierra.    
Lo bueno de estar en 2º de Bachillerato es que sois lo suficientemente jóvenes para que ninguna decisión sea irreversible. Todos tenemos derecho a equivocarnos. Lo más lógico además es que así sea. Cualquier camino que emprendáis tiene arreglo. Y cada uno hará con su vida, como debe ser, lo que crea más oportuno. A mí no me gusta dar consejos. Pero voy a mencionar uno que escribió hace mucho un francés solitario llamado Montaigne: “No hago nada sin alegría”. Por eso, hagáis lo que hagáis, hacedlo con alegría, hacedlo porque de verdad sea lo que más os guste, no lo que digan los padres, los maestros, los novios o los hermanos mayores. Lo que a vosotros os haga feliz. No hay mayor maldición para un adulto que levantarse por la mañana temprano para ir a un trabajo que no le gusta. Yo soy profesor de Lengua y Literatura, pero en lo más secreto de mi interior, como si llevara una doble vida, me siento escritor, que no es ningún cargo ni glamuroso ni importante, sino sólo el oficio de un ciudadano que cuenta historias por escrito. Mis días se organizan en función del tiempo que puedo dedicarle a la escritura. Una parte de mi vida es la literatura. No la más importante, pero sí fundamental. Muchos sábados por las mañanas, desde la ventana de mi despacho, veo a la gente correr y montar en bici por el río. Yo en cambio me quedo en casa, aporreando mi ordenador, intentando saciar esa necesidad que a veces parece una patología. Eso me hace feliz por más que también me esclavice. Sin embargo, no sabría cómo contagiar esa pasión a quien no tenga interés por la literatura. Ya he dicho que, para mí, leer nos hace libres, nos invita a soñar y nos entretiene. Es además una costumbre que no resulta incompatible con ninguna profesión. Y que la voz del escritor no está más autorizada para nada que la del albañil, el médico o el fontanero. Pero nunca es tarde para aprender. En realidad, nos llevamos toda la vida aprendiendo. No sé si es bueno o malo obligar a leerse el Quijote en 1º de Bachillerato. Yo lo mando. Pero siempre me queda la duda de si mis alumnos no le cogerán manía a un libro que a mí me parece maravilloso. “Algo se les quedará”, me consuelo de vuelta a casa. Pero no lo tengo claro. Nadie puede obligarnos a leer. Nadie debería hacer lo que no le gusta. La clave está en la pasión. En la pasión con la que uno lea y en la pasión con la que uno enseñe literatura. Uno lee por el mismo motivo por el que viaja: para conocer, para salir de la monotonía del estrecho mundo que nos rodea, para comparar, para ser más flexibles; por lo que la lectura sí es un “arma”, como decían los estudiantes de Valencia, un arma  para vencer el aburrimiento y la apatía y la pereza y la cortedad de miras. O lo que es igual: para emanciparnos y saber mejor ser nosotros mismos o fantasear que no somos nosotros mismos. Leer, como viajar, si no una garantía de felicidad sí es una invitación para conseguirla. Por eso sólo puedo deciros que, para mí, leer libros es el pasatiempo más hermoso que la humanidad ha creado: la forma de comprender, como en el chiste de los peces, qué demonios es el agua. Sin ellos, nuestra realidad sería más gris, más pequeña, más vacía, más pobre y menos mágica.

Muchas gracias.


En Burguillos, a 23 de febrero de 2012

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